Caminando por los pasajes del casco central de Caracas, cuando no se apura el paso, aparecen fantasmas de tiempos pasados. Nombres que brotan de las señalizaciones de cada esquina y que, como un hechizo entre sus letras, contienen siglos de una historia que floreció al margen de las academias, en el acervo popular. Personajes, lugares, hechos insólitos o jocosos que trascendieron hasta la actualidad, en forma de direcciones.
Aunque existen otras ciudades con fenómenos similares como Yucatán (México) o La Habana (Cuba), el caso de Caracas es sui generis. Durante siglos se institucionalizó como un código distintivo entre sus habitantes, quienes más allá de nombres de calles y avenidas, adoptaron la costumbre de decir “de El Cují a La Marrón”, para indicar que la casa en cuestión quedaba entre ambas esquinas. Una nomenclatura que persiste entre algunos caraqueños veteranos, a pesar del caos moderno de la improvisación urbana, entre concreto, elevados y centros comerciales.
Por supuesto que no todas las esquinas actualmente conservan su nombre, o al menos un trasfondo importante tras ellas. Sin embargo, diferentes historiadores y cronistas como Arístides Rojas, Enrique Bernando Nuñez, Santiago Key Ayala y Carmen Clemente Travieso se dedicaron a recopilar la historia de cada una de estas esquinas, así como su transformación a la par que la urbe, en la medida que dejaba de ser la ciudad de los techos rojos.
La ciudad de Santiago de León de Caracas, como la conocemos hoy, fue fundada por el español Diego de Losada el 25 de julio de 1567 en el valle antes habitado por las tribus Caracas y Toromaina. Aunque existen algunas discrepancias, la idea más aceptada es que su nacimiento ocurrió en el lugar donde se erigió la plaza de Armas, luego llamada plaza Mayor y actualmente plaza Bolívar.
Al ser el centro geográfico y político del nuevo poblado, sus cuatro esquinas se pueden considerar las primeras que tuvo Caracas, aunque tardaron varios siglos en adquirir sus nombres. Una de las más antiguas es la esquina de La Torre, al noreste de la plaza. Debe su nombre a la torre del campanario de la Catedral de Caracas, que sufrió daños tras el terremoto de 1812, por lo que se redujo a su forma y dimensiones actuales.
Otra de las primeras esquinas en ser bautizadas fue la de Gradillas, la cual se remonta a la época de la Colonia. Aquí quedaban las gradas que daban acceso a la Plaza de Armas, y se convirtió en uno de los puntos más populares de los caraqueños para reunirse a conversar y pasar el rato. Allí estaba la casa del presbítero Juan Jerez de Aristigueta, quien al morir se la heredó a su ahijado, Simón Bolívar. El Libertador vivió allí durante su matrimonio con María Teresa del Toro, aunque tras enviudar, la vendió para financiar la campaña independentista. Actualmente es conocida como la Casa del Vínculo.
Contigua a esa casa estuvo la imprenta en la que se reprodujo el acta de independencia en 1810, y posteriormente se dividió en varios locales comerciales. De hecho, la calle de Gradillas a Sociedad se convirtió en el corazón de la ciudad, albergando importantes salones como La India y Bon Marché (1916), donde concurrían desde familias pudientes y socialités, hasta intelectuales, músicos y poetas. También estuvo allí la primera sede del diario El Universal, en 1909, consagrándose como una de las esquinas favoritas de los caraqueños.
Del otro lado, al sureste, está la esquina de Las Monjas, mucho más humilde. Su nombre se debe a que en ese terreno se construyó en 1636 el Convento de las Monjas Concepcionistas. Mantuvo ese nombre a pesar de que en 1673 se construyó al lado el Colegio Seminario Santa Rosa de Lima, que en 1725 albergaría también a la Real y Pontificia Universidad de Caracas, donde en 1810 se firmó el acta de independencia.
Tanto el seminario como el convento fueron expropiados en 1870 por el gobierno de Antonio Guzmán Blanco, quien mantenía una fuerte pugna con la Iglesia católica. Por su trascendencia histórica el seminario se preservó, siendo el Palacio Municipal de Caracas; sin embargo, el convento fue demolido y en 1873 se inauguró el Capitolio, actual Palacio Federal Legislativo.
Finalmente al noroeste, se encuentra la esquina Principal. Debe su nombre a que durante los primeros años de la ciudad operó allí el Cuartel Principal, encargado de proteger la plaza de incursiones de indígenas y piratas. En 1606 se convirtió en la Cárcel Real, por lo que la esquina adquirió ese nombre. Tras el surgimiento de la república cambió su nombre al de Casa Amarilla, pues justo al lado estaba la casa del capitán general, que más adelante se convirtió en la sede del Poder Ejecutivo. Retomó su nombre en 1931, cuando se construyó el Teatro Principal.
Juan de Pimentel, para entonces gobernador de la provincia de Venezuela, dibujó en 1578 uno de los primeros esbozos del mapa de Caracas. Con solo 11 años de establecido, aquel caserío se había convertido ya en un pueblo perfectamente cuadrado, compuesto por 24 manzanas y con la Plaza de Armas en su centro.
De aquel cuadrilátero histórico, como la llamó el cronista Arístides Rojas, nació la identidad de la futura capital. En su libro Las esquinas de Caracas, la periodista Carmen Clemente Travieso contó que para ese momento sus calles rectas apenas estaban marcadas con números, por lo que sus habitantes comenzaron a utilizar puntos de referencia para ubicarse. Así, elementos como los árboles sirvieron para reconocer varios sectores, naciendo así esquinas como el Guanábano, el Cují o Cipreses.
No fue sino hasta dos siglos después que se pondría orden a la situación. El historiador y escritor Rafael Arráiz Lucca explicó a El Diario que la primera nomenclatura oficial de la ciudad surge por iniciativa del obispo Diego Antonio Díez Madroñero. En 1766 publicó un nuevo plano de la ciudad, donde además de recoger su expansión más allá de los ríos Guaire y Catuche, rebautizó todas las calles con nombres vinculados a la Iglesia. Con esto fue responsable también del primer censo oficial de Caracas.
Díez Madroñero estaba empecinado en eliminar cualquier rastro de libertinaje en el pueblo, con lo que propició una ola de fervor religioso en sus habitantes. Las casas más acomodadas adoptaron santos patronos cuyas figuras se colocaban en la entrada, lo que pronto sirvió como puntos de referencia, como la esquina de El Socorro, que orientaba a los viajeros que llegaban desde el Camino de los Españoles. Los muchos templos y conventos también sirvieron de guía, como la esquina de San Jacinto, San Francisco o la de Jesuítas. A pesar de esto, trascendieron varias esquinas no necesariamente religiosas, sino más bien asociadas a personajes que vivieron allí, como la esquina de Padre Sierra o la de Marcos Parra.
Tras la muerte del obispo en 1769, la sociedad se flexibilizó, recuperando tradiciones perdidas como las orquestas de plaza y el carnaval. Con esto volvió la costumbre de nombrar a las esquinas a partir de ocurrencias jocosas, leyendas urbanas o hechos curiosos que ocurrieran en ellas. Una tendencia que tuvo su auge en el siglo XIX, cuando se bautizaron varias de las esquinas que hoy perduran.
Resulta curioso que uno de los puntos más significativos para la historia caraqueña actualmente ya no exista; sin embargo, ese es el caso de la esquina de San Pablo. Allí hoy chocan dos visiones diametralmente opuestas de lo que en su tiempo se consideró modernidad. En una acera está el Teatro Municipal, de estilo neoclásico; y del otro, la torre sur del Centro Simón Bolívar, de arquitectura funcionalista.
En esa esquina quedaba la Iglesia de San Pablo El Ermitaño, erigida a finales del siglo XVI como un acto de fe contra la epidemia de viruela que azotaba la ciudad. El templo cobraría relevancia casi un siglo después, en 1696, cuando nuevamente la enfermedad diezmó a sus habitantes, ahora por la fiebre amarilla, o peste de vómito negro.
Cuenta la leyenda que las autoridades religiosas realizaron una procesión para pedir por el fin de la epidemia, sacando una imagen del Nazareno consagrada años antes. Al salir de la iglesia, la corona de espinas de la estatua se enredó con la rama de un limonero cercano, dejando caer sus frutos. Algunas mujeres recogieron los limones y prepararon una medicina que, sorprendentemente, funcionó contra la peste. Los habitantes consideraron esto un milagro y el templo se volvió un lugar de culto, creándose así la tradición del Nazareno de San Pablo que persiste hasta la actualidad.
Clemente Travieso señala que frente a la iglesia estaba la plazoleta de San Pablo, que usaban como fuente de agua. En su calle quedaba también la casa de la familia Salias, cuyos hermanos Francisco, Vicente, Juan y Pedro fueron protagonistas en la lucha por la independencia, siendo Vicente el autor de la letra del Himno Nacional. Posteriormente se instaló en esa casa la familia Monagas, de la que salieron tres presidentes. En esa plaza ocurrió el 2 de agosto de 1858 un sangriento enfrentamiento entre liberales y conservadores que dejó más de 60 muertos, y del cual la gente adoptaría la palabra “sampablera” para referirse a los disturbios y alborotos.
A pesar de su importancia, en 1870 Guzmán Blanco ordenó su demolición como parte de los trabajos de construcción del hoy llamado Teatro Municipal. Otra leyenda dice que una noche el Nazareno de San Pablo se le apareció al mandatario en sueños para reprocharle, por lo que ordenó levantar a unas cuadras de allí la Basílica de Santa Teresa, donde actualmente se resguarda la imagen.
La plazoleta, si bien duró varias décadas más, sucumbió en 1949 cuando el gobierno de Isaías Medina Angarita comenzó la construcción de las torres de El Silencio. Una obra que además se llevó a otros íconos capitalinos como el hotel Majestic, o el propio Teatro Municipal, que sufrió varias modificaciones. Su fachada fue recortada, eliminando su peristilo semicircular y las escaleras que conducían al palco presidencial. También su frente quedó complementamente eclipsado por el gigantesco complejo, reduciendo su entrada a la angosta avenida Oeste 8. De la esquina de San Pablo solo quedaría su legado en el imaginario capitalino.
Algunas de las esquinas más emblemáticas lograron persistir al paso del tiempo, manteniendo su nombre a pesar de los cambios urbanos a su alrededor. Puntos como la esquina de Carmelitas, que debe su nombre al convento de las carmelitas descalzas, que estuvo allí hasta 1874. Otro ejemplo es la esquina El Chorro, hoy conocida por la gran torre de arquitectura brutalista que lleva su nombre.
Los cronistas remontan el origen de su nombre a la conocida leyenda de los hermanos Juan y Agustín Pérez, quienes por 1810 vendían guarapas en esa zona. Su negocio atraía a cientos de curiosos, pues diseñaron un sistema de tuberías con una llave que daba hacia la calle. Después de pagar, el mecanismo se activaba y un chorro de la bebida salía directo al cántaro. También refieren que ambos hermanos eran fanáticos realistas que usaban su tienda como base para conspirar contra el gobierno republicano. Al estallar la guerra, uno de ellos cerró su famoso aparato para alistarse en las tropas de Domingo de Monteverde.
Al final de la misma avenida está otra esquina icónica: La Bolsa. Está ubicada entre el Palacio de las Academias y el centro comercial Metrocenter, en lo que antiguamente era el bulevar del Capitolio. No existe un consenso claro entre los historiadores sobre su origen; sin embargo, la versión más difundida es que allí vivió a mediados del siglo XIX el acaudalado Barón de Corvaia, quien estableció un negocio de préstamo de dinero sin intereses. Su despacho era frecuentado por abogados, ministros y hasta por el presidente, por lo que se le conoció como la Bolsa de Caracas. Años más tarde, en 1947, la Bolsa de Valores moderna adoptaría como símbolo la ceiba que aún sigue plantada en Capitolio, en honor al emprendimiento de Corvaia.